El hacer arquitectónico, como todos los haceres que hay y han habido en nuestro mundo, busca la unidad, busca encontrar aquel punto primigenio del que nos presumimos hijos, pensando que en él yace la perfección, la respuesta a todas aquellas inquietudes que han carcomido nuestras mentes desde el momento mismo en que nacimos; en este gremio, esa unidad se compone de una sacra alianza compuesta por la forma: manifestación física de la mente, la función: el eje rector en nuestras posibilidades, y la estructura: el lazo de permanencia con el medio.
Para concretar cada uno de los subconjuntos, existe un capilar interminable de aspectos que confluyen hasta determinarnos en un sentido específico: la técnica, el espacio, el arte, la cultura, el tiempo, el cuerpo, la suerte, el ego, todos estos nobles conceptos abruman nuestra vista de tal manera que nos sea necesario escapar en el primer haz de luz visible, este proceso condena siempre a la insatisfacción, al abandono de la unidad en pro de nuestra falsa paz; pocos y olvidados son aquellos que se aferran al origen, aquellos que descubren lo volátil de la bruma y que se aventuran entre surcos críticos que les hacen empaparse de las aparentes dificultades, extrayendo de ellas las más puras imágenes que enriquezcan sus ideas, esa es la abstracción, la determinación del contexto como camino hacia la unidad, la transgresión del cuerpo al origen, la aplicación consciente de lo esotérico en lo terrenal.
Todo esto, por más poético y extravagante que se encuentre, no le hace justicia a la obra, y mucho menos al hombre del que inevitablemente se hablará hoy; exploraremos, en una serie de artículos, Casa Praxis, la aclamada obra del arquitecto Agustín Hernández Navarro.
Primeros Años:
Cualquier producto humano debe sostenerse conceptualmente por sí solo, sin embargo, en ocasiones resulta idóneo acercarse al gestor para entender la galería de referencias manifestadas en el mismo, se trata de una arqueología metareferencial que permite una comprensión a profundidad de lo que se está observando, este caso no es excepción; Agustín Hernández Navarro fue un connotado arquitecto mexicano, nacido en 1954 y radicado en la Ciudad de México, realizó sus estudios en la Escuela Nacional de Arquitectura (hoy Facultad de Arquitectura) de la UNAM, sitio donde empezaría a incubar una perspectiva reivindicativa y folclórica, ejemplo de ésto se encuentra en su tesis de licenciatura, donde, a modo de prefacio, comenta lo siguiente:
“El valor de un país, descansa en sus tradiciones culturales, científicas, y artísticas; y su progreso se manifiesta al modificarlas según las necesidades de su presente y proyectarlas funcionalmente hacia su porvenir.” (Hernández, 1954, p.3)
Demostrando que nada en su obra es fortuito, esta frase, que en un inicio puede asumirse como banal o intrascendente, termina por ser el manifiesto que engloba su primer etapa como proyectista recibido; la segunda mitad de los años 50 le recibe con ímpetu, pues diseña y construye una serie de viviendas privadas que le posicionan como una joven promesa dentro de la escena creativa de la capital. De esta época queda más bien poco, sin embargo, se sabe conforma la piedra angular en la formación de la identidad plástica de Hernández, no solo por ser un glorioso primer contacto con las vicisitudes que la vida laboral implica, sino por ser responsable del acercamiento consciente que sostuvo con las disputas ideológicas del gremio respecto a la noción de identidad nacional en el mundo de la Arquitectura.
¿Internacional? Internalizar lo Nacional:
El siglo XX ha de recordarse como el gran parteaguas en la configuración política de México, es el periodo de transición en que el país pretende proyectarse con entereza frente al mundo globalizado que en décadas pasadas parecía inalcanzable. La institucionalización de la Revolución trajo consigo la noción de unificación, misma que introdujo en el léxico popular la siempre adoctrinante idea de “Nación”, así, con un orgullo pobremente cimentado, el territorio nacional se volvió lienzo libre para las más extravagantes manías extranjeras; se acuña la idea de lo moderno, los referentes internacionales son asumidos como maestros por diversas generaciones de artistas, quienes emulan el trabajo alabado por los críticos norteamericanos y europeos.
Es cuestión de tiempo para que se dé la simbiosis propia de cada época, la nueva juventud empieza a cuestionar la sumisión ideológica en que se les ha educado, y opta por voltear a su pasado con un aire de renovado entendimiento; la plástica, la literatura y la música se transforman: los murales se tiñen de colores mestizos, las novelas se saben arraigadas a llanos en llamas y los intérpretes abrazan esos ritmos “indios”. Hernández es partícula observadora de este proceso, acoge estos cambios como parte de su antología personal, y mira, con perversa admiración, aquellos intelectuales que ponen en juego a la máquina para vivir, aquellos rebeldes que erigen su casa en una cueva que alguna vez fue lava, aquellos Artistas, con “A” mayúscula, que cromatizan el pulcro blanco en un magnético azul.
Antecedentes:
El hombre en cuestión hace caso al susurro intranquilo que le acompañaba desde sus años como estudiante, como por un impulso visceral, se dedica al estudio de las culturas prehispánicas en sus diferentes dimensionalidades, pretende entender la arquitectura de estas ciudades no como una causa, sino como un efecto; se entrega con devoción a todas estas bellezas onomatopéyicas que dan fe de la vida antes del europeo, empiezan a figurar geometrías ataludadas, remates monumentales, integraciones morfológicas con el entorno, el arquitecto se hace de un arsenal del que solo se puede ser merecedor cuando se entiende la forma como un producto social determinado por el contexto natural, entendiendo lo natural como un espectro que engloba tanto aquello que nos es tangible como aquello que vive en la fibra sensible del espíritu, lo divino.
Cerca de década y media después de darse por iniciado en el quehacer arquitectónico, presenta su primer deseo declarado, el Ballet Folklórico de México; una obra irrepetible, simplemente fuera de serie, en primera instancia, porque es la resolución material de sus caprichos internos, en segunda, por tratarse de un trabajo encargado por el peor de los clientes, un familiar.
Amalia Hernández, quien fuese una de las principales propulsoras en el reconocimiento de la Danza Folclórica, y, como curiosa casualidad, hermana del arquitecto referido, quien propondría a Agustín para dirigir el proyecto de diseño y construcción de la Escuela de Ballet Folklórico de México. A modo de retribución, se le otorgó a la construcción el nombre de tan destacada mecenas.

El edificio destaca tanto por la monumentalidad heredada de las culturas prehispánicas, como por la acertada reinterpretación de elementos formales, toma una serie de preceptos como el talud-tablero, las molduras, los frisos y el uso de escalinatas para después integrarlos en un esquema vanguardista que se nutre también de las tendencias internacionales.
Las entrevistas venideras se vuelven imprescindibles para emitir un juicio respecto a los ejercicios escultóricos que el arquitecto comenzaría a ejecutar, rescatamos dos fragmentos donde Hernández presenta algunos de los preceptos rectores en la materialización del proyecto:
“La arquitectura es el puente histórico, el diálogo que comunica a todas las épocas, el lenguaje formal de la historia que nos exige, a través de la memoria colectiva, ser el factor decisivo en defensa de nuestra identidad cultural.” (Hernández, 1968)
“Amalia era una mujer con una conciencia espacial increíble: toda su coreografía era espacio y movimiento, y en ello me inspiré para hacer la escuela.” (Hernández, 1970)
A reserva de los juicios de valor que podamos emitir a la distancia, es innegable que la presencia de este monolítico edificio implica un cambio de paradigmas en el paisaje urbano del entonces Distrito Federal, no ha de extrañarnos que haya generado calurosas discusiones en los medios locales, no importando si eran o no dedicados a la difusión de la cultura.
Como mérito adicional encontrando en una capa subdérmica, intuimos el arquitecto empieza a gestar los espacios como un desemboque necesario a sus emociones y percepciones oníricas, empieza una poética que traduce conceptos abstractos como la “conciencia espacial” o la “memoria colectiva” en formas concretas que generen espacios útiles.
Buscando reencontrarnos con esa impulso poético que, nos parece, se ha traspapelado dentro del gran montículo de necesidades humanas hoy existentes, nos permitimos tomar cierto apoyo de un escritor argentino bastante en boga durante el mismo periodo en que Hernández construía, estableciendo un paralelo entre la saciedad artística del escritor con la del arquitecto:
“Yo sé muy bien que un escritor no llega nunca a escribir lo que él quisiera escribir y que (...)un libro más es, en cierta medida, un libro menos de ese camino a ese libro final y absoluto que nunca escribes porque te mueres antes” (Cortázar, 1977)
Exhortamos a dejar de lado ese pesimismo que llega como reflejo al terminar de leer esta cita, en cambio enfoquemos esto como la declaratoria del ciclo del artista, del creador obsesivo que con cada obra concluida enaltece sus propias pretensiones, sumergiéndose en una banda de Moebius que crece proporcionalmente sus aspiraciones junto a su talento; en este caso particular, la escuela se vuelve el impulso del que hablábamos en un inicio, de hecho, parece que la compulsión perfeccionista es capaz de envolvernos en los momentos más imprevistos, tomamos este pequeño interludio para invitar a cuestionarnos el si estamos ya inmersos dentro de este gran esquema de necedad.
La experimentación se alimenta del conocimiento, del hartazgo de la certeza y la necesidad patológica de activación; los años venideros son considerablemente formativos para Hernández, encuentra algunos proyectos remarcables como El Pabellón Mexicano en la Expo Universal de Osaka (1970), espacio que le permite proyectar su visión a escala internacional, prontamente es categorizado como un arquitecto “futurista”.
Pese a la escasa información al respecto, se sabe que esta experiencia se vuelve enriquecedora a nivel técnico, pues se familiariza con nuevas técnicas de construcción, entendiendo que el panorama global sugiere una transformación en la estructura.

Conjuga todas estas posibilidades tecnológicas con la narrativa prehispánica de la que se nutre activamente, registra una serie de viajes a zonas arqueológicas, sobre todo de la región nahua, este hiperfoco llega a un punto crítico en que necesita desembocar hacia el resto de áreas de estudio, le incita a una comprensión teológica de los pueblos propios del Valle de México; emergen de la tierra fonemas hermosos que hablan de nueve cielos, de aguas subterráneas, de un ente cósmico del que todos somos parte.
Turbado por todas estas ideas transitando por su mente, llega a la dictaminación de que su próximo proyecto ha de ser el más exigente de su carrera, un espacio propio, un taller para desempeñarse activamente, un refugio para dejar andar libremente su creatividad. A modo de frases sueltas y fotogramas aislados, empieza a dar forma a lo que será su Casa Praxis, previendo el desarrollo de la misma, adquiere un predio ubicado en una de las zonas más exclusivas y libertinas de la ciudad, Lomas del Bosque; paralelamente, toma un respiro de la formalidad que exige laborar junto a dependencias gubernamentales, en un periodo que dedica a la introspección, decide hacer un viaje en familia a las playas de Acapulco, así, sentado frente al mar y con la vista perdida en un entramado de troncos llega aquel tacto transuniversal, una chispa creativa que, sin saberlo, cambiaría para siempre la historia de la arquitectura mexicana, el detonante de 50 años de debate activo es, una vez más, el objeto menos sospechado, es el instinto domado de la inspiración, el frenesí creativo en su más pura expresión. Basta voltear al techo de una palapa para encontrar la idea que pondrá todo en conflicto.
Por:
Miguel Romero Nava
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