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La fusión entre el ojo, la mano y la mente: El proceso creativo arraigado en la piel.

Critica y reflexión.


Dentro de la concepción siempre dicotómica que tenemos sobre el Arquitecto (sujeto en el que reducimos siempre a la Arquitectura) existe un supuesto central que refiere a la creatividad, disponemos en el imaginario colectivo de esta palabra como una forma de encapsular una serie de procesos, que, por medio de una reflexión policromática, extiende un objeto satisfactor. Pese a asumir esta característica como núcleo de nuestra práctica cotidiana, pocas veces nos dedicamos a reflexionar sobre las implicaciones individuales que tiene; mermamos constantemente la calidad potencial de nuestro trabajo por evadir, inconscientemente, la evaluación de los mecanismos que hemos adaptado al rol autoimpuesto de ente creador. ¿Somos capaces de describir la condición artística más allá de descripciones convencionalistas?, ¿podemos hablar del vanagloriado proceso de diseño sin caer en academicismos condicionados?


Por su mera naturaleza de suposición (que muchas veces raya en superstición), la innovación implica siempre un riesgo, no importa la materia ni el área en que se pretenda; al desafiar una convención sobre algo, se apuesta todo, no hablamos solo de lo material, implicamos también lo espiritual, nuestro intelecto, el campo etéreo de lo que nos conforma, admiramos profundamente a quien sale victorioso de ese juego.


El riesgo es parte fundamental del arquitecto, en cada momento, en cada tópico que se discute, existe el nada sutil susurro del fracaso, el drama yace no solo en la tragedia de perder algo, sino también en lo amplio que es el espectro de la derrota, somos responsables de sacrificar algo tan propio como el dinero y culpables de comprometer algo tan universal como el arte.


¿Cómo vivir a sabiendas de que, un error, un simple momento en que se divague, puede desembocar en la erradicación de algo que no nos pertenece?, pese a que la respuesta inmediata podría llevarnos a un metodismo casi patológico, Juhani Pallasmaa, arquitecto finlandés, sugiere que la respuesta está en conjugarse con el proceso, entender que lo que estamos haciendo no se compone solo por los pensamientos explícitos del presente, sino que es la comunión perfecta del universo consigo mismo, una especie de bala transtemporal que comunica distintas épocas.


Porque en la concepción artística (una de las dimensiones involucradas en la producción arquitectónica),  es igual de importante el estímulo fáctico que conduce a un autor a la creación de algo como el autor mismo; lo que hasta ese momento el creador de la obra (llamado de mejor manera, gestor) asumía como banal sobre su propia existencia, toma sentido en la manera en que su cuerpo y su mente interpretan los distintos factores a su alrededor. El cuerpo deja de ser cuerpo, para ser mente, para actuar de una manera tan compleja que a nosotros no nos quede más remedio que llamarlo instinto, y la mente deja de acoplarse a esa norma inactiva en la que la hemos encasillado para comandar lo físico, transmutando su esencia etérea en algo sensorialmente experimentable.


La inspiración, tópico que Pallasmaa trata brevemente en su obra “La Mano que piensa”,  debe dejar de interpretarse como una chispa del ego, ha de considerarse como un destello plural, donde los momentos de plena intimidad delatan algo sobre los secretos de lo que llamamos vida, y el producto de ese impulso, le delata a los demás algo sobre sí mismos.


Como arquitectos estamos muy malacostumbrados a pretender, a emplear metodologías lineales que merman la imaginación; si bien, ocupamos gran parte de nuestra formación para hablar de la práctica y el cómo esta es indispensable para adquirir maestría, se hace una disertación importante entre los “profesionales” y los artesanos, destacando que el segundo grupo nutre su práctica por medio de la no pre-determinación, es decir, entiende que cada proyecto debe de afrontarse con una perspectiva renovada, donde se es consciente de lo que se sabe, pero se prioriza entender qué no se sabe y cómo impactará esto al resultado esperado.


En el primer caso, existe una soberbia un tanto (muy) academicista, donde se asume como replicable el proceso al que se nos ha condicionado creativamente; los objetivos fácilmente se degeneran hasta perder de vista aquello que es alcanzable, de nada sirve decir que algo será bello, que algo será sobrio, porque estas pretensiones específicas degradan la experiencia creadora, son cualidades que solo se pueden adquirir en la no preconcepción, o, dicho más ríspidamente, en el no capricho.

En una disertación de orden particular, me parece que la proposición del finlandés sobre los artesanos frente a los profesionales involucra una serie de supuestos sociales difíciles de transgredir, al menos desde nuestra realidad latinoamericana; la escena se tiñe frecuentemente de voluntades que enaltecen nombres y apellidos en un esquema hegemónico de pensamiento, donde aquella sabiduría existencial que reside en cada uno de nosotros se ve coartada por la necesidad de remarcar al autor frente a la obra. Regalémonos al suelo, descompongamos nuestra individualidad para dar espacio al instinto, impregnemos en nuestra piel la capacidad, innegablemente humana, de creación.

Bocetos Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey, Legorreta. Cuando la idea transgrede el espacio de la mente hacia la mano.
Bocetos Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey, Legorreta. Cuando la idea transgrede el espacio de la mente hacia la mano.

Fuente:

Pallasmaa, J., & Puente, J. (2012). La mano que piensa : sabiduría existencial y corporal en la arquitectura. GG México. https://apunteca.usal.edu.ar/id/eprint/2093/

 

Por:

Miguel Romero Nava


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